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viernes, 14 de enero de 2011

Jesucristo

Segunda persona de la Santísima Trinidad. Nombre del Redentor, del Hijo del Dios hecho hombre para redimir al género humano, Jesucristo, hijo de Dios hecho hombre según los Evangelios, el Mesías anunciado por los profetas, nació de la Virgen María en Belén, en el reinado de Augusto, predicó la religión de la paz y del amor, y, perseguido por los sacerdotes y fariseos, murió crucificado el año 33, durante el reinado de Tiberio. Después de su resurrección, instauró a Pedro como primado de su iglesia, quien junto con los discípulos que Él había escogido, predicaron su doctrina por todo el mundo entonces conocido. La historia de la salvación de la Humanidad empieza con Él y acabará con Él. Todo el Antiguo Testamento es una referencia continua hacia el Mesías que habrá de venir. El anuncio de su venida lo hace Dios Padre a Adán, cuando pone enemistad entre la serpiente y la mujer. Más tarde, la figura del Mesías se repite en labios de todos los profetas. Durante los días que preceden a la venida del Salvador, adquiere un nuevo relieve. Se produce entonces una revitalización del judaísmo, el cual estaba articulado por tres grandes grupos: los fariseos, los saduceos y los esenios. Los primeros son los observadores cuidadosos de la Ley y los profetas; creen en la vida ultraterrena; les ayudan los escribas, intelectuales que hacen del estudio de la Ley su profesión. Sus rivales son los saduceos, especie de aristocracia conservadora que controla el Templo de Jerusalén y desprecia la interpretación de la Ley hecha por los fariseos. Junto a los anteriores, los esenios viven en el desierto en comunidades eremíticas predicando la conversión ante un juicio próximo del mundo. A todos ellos es común la esperanza de una nueva sociedad pacífica y próspera, inaugurada por el Mesías y similar a la que tuvo Israel bajo los reinados de David y Salomón. Desde el 63 a. C. Palestina ha caído bajo el Imperio romano, gobernado sucesivamente en tiempos de Jesucristo por Augusto y Tiberio. Roma concede una cierta libertad a los judíos, pero estos añoran los tiempos de David. Unos 600 años antes de nuestra era, dicho reino había sido dominado por los babilonios, y el Templo, destruido. Posteriormente, cae bajo el dominio de los persas, de Alejandro Magno y de los reinos helenos creados a la muerte de éste. Durante el s. II a. C., los seléucidas intentan imponer a los judíos los modos de vida griegos. Los judíos conocen una temporada de cierta independencia, por vez primera en 400 años, con el advenimiento de los Macabeos. Pero en tiempo de los romanos, la dinastía macabea es sustituida por una línea sucesoria no judía, cuya figura más sobresaliente es Herodes el Grande. Su reinado comienza el 37 a. C. y durante él nace Jesús. Herodes embellece el Templo y da cierta prosperidad a los judíos. A su muerte, el reino queda dividido. Su hijo Herodes Antipas recibe Galilea, al Norte. Samaria y Judea, al Sur, quedan bajo el dominio directo de un procurador romano. Roma permite a los judíos la existencia de ciertas instituciones para la administración de sus asuntos internos. La principal de ellas es el Sanedrín, que queda abolido durante la insurrección del 66, cuando el Templo es destruido definitivamente. Todas estas circunstancias explican que los judíos esperasen la llegada de un Mesías eminentemente político, de un caudillo militar. Explican también el celo con que Herodes el Grande hace asesinar a los niños inocentes durante los días del nacimiento de Jesús. S. Lucas (2, 1- 21) describe el nacimiento del Salvador y narra cómo José y María hubieron de trasladarse desde Nazaret a Belén para empadronarse. Asi, como lo predijera Miqueas, el nacimiento del Mesías se verifica en Belén, la ciudad del rey David. Aparte de los signos sobrenaturales que acompañan los primeros días del Salvador en la tierra, sus primeros 30 años apenas se distinguen de lo que podría ser la vida de cualquier otro judío de su tiempo: trabaja en el mismo oficio artesanal que lo hiciera S. José, en Nazaret. Si acaso, estos años están más bien marcados por una vida humilde y económicamente ajustada, nada propia de un futuro Mesías de Israel. El lenguaje de Jesucristo es el arameo, dialecto sirio próximo a la lengua hebrea, pero que había sustituido a ésta en aquellos tiempos. Sin embargo, Jesucristo habría aprendido también el hebreo al contacto con los textos bíblicos. Los Evangelios nos dicen que contaba unos 30 años al iniciar su vida pública en Galilea. Después de su bautismo a orillas del Jordán, emprende la predicación comenzando por su propia ciudad, Nazaret, en donde es despreciado. Posteriormente, le encontramos en Cafarnaúm, a orillas del lago Tiberíades, en donde probablemente conoce a Simón Pedro. En una montaña, quizá también cerca del lago, elige a los 12 apóstoles. Al hablar Cristo de su Reino, que identifica con el de Dios o de los cielos, anuncia que durará hasta la consumación de los siglos (Mt 13, 39-41), y prevé que su obra se va a continuar en una sociedad organizada jerárquicamente, a la que llama Iglesia, identificándola con el Reino de los cielos: "Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia. Yo te daré las llaves del Reino de los cielos" (Mt 16, 18). Jesucristo, al configurar la futura sociedad religiosa, no piensa en una sociedad amorfa, sino que confiere a los Doce el poder de "atar y desatar", es decir, de imponer preceptos y de dispensarlos (Mt 18, 18). Jesucristo predica frecuentemente en las sinagogas, pero poco a poco las gentes acuden a Él de todas partes. Le llevan los enfermos y endemoniados para que los cure. Jesucristo, además de sanarles, les perdona los pecados. Es este último hecho el que mueve a los fariseos a buscar su muerte, pues sólo Dios puede perdonar los pecados, y Jesucristo se declara abiertamente (sus obras lo confirman) el Hijo de Dios. Durante el tercer año de su predicación, llega a Jerusalén, consciente de que allí será crucificado. Por más que anuncia este hecho a sus discípulos, ellos no consiguen entenderle. En la víspera de ser entregado, realizando la Última Cena con sus discípulos, instituye la Eucaristía, sacramento de su Cuerpo y de su Sangre, como perpetuo memorial de la Pasión que sufrirá: cada vez que ésta se realice a lo largo de los siglos, se renovará incruentamente, de modo verdadero y real, el sacrificio redentor del Calvario; dicta también en esta ocasión el mandatum novum, el mandato del amor fraterno. Terminada la Cena, se traslada con sus discípulos al huerto de Getsemaní, donde espera en oración agonizante el momento del prendimiento. Jesucristo es apresado en la noche del jueves al viernes, la madrugada del viernes se celebran los juicios en casa de Anás y en casa de Caifás; ya de mañana. Pilato no viendo ningún delito en Jesucristo, le remite a Herodes, que le devuelve al procurador para que dicte sentencia; es aún de mañana cuando Jesucristo, azotado y coronado de espinas, carga con la Cruz camino del Calvario. Muere horas después, en la hora nona, hacia las tres de la tarde. La ruina, el abandono y el desconcierto de los Apóstoles es total. También ellos están erróneamente convencidos de su misión temporal. Tan solo Juan, el más espiritual de todos, permanece al pie de la Cruz junto a la Virgen María. Esa misma tarde, los que le han sido fieles en la hora de la prueba, descienden a Jesucristo de la Cruz y le entierran en un cercano sepulcro, propiedad de José de Arimatea. Las santas mujeres compran aromas para volver a embalsamarle. La fiesta sabática de los judíos señala un compás de espera en los hechos que componen el momento central de la historia. Cuando asoman las primeras luces del domingo, primer día de la semana, María Magdalena y María la de Santiago acuden al sepulcro del Señor, hallándolo vacío. Un joven vestido de blanco y sentado a la derecha, les anuncia que Jesucristo ha resucitado. Ellas corren a comunicárselo a los Apóstoles. Juan y Pedro se llegan al sepulcro para confirmarlo. Al entrar en él, Pedro se encuentra los lienzos allí colocados; y el sudario que había estado sobre su cabeza, envuelto aparte. Una vez vueltos a casa, el Evangelio de S. Juan dice que María Magdalena se queda llorando junto al sepulcro y que, al inclinarse sobre él, ve a dos ángeles sentados a la cabecera y a los pies de donde había estado Jesucristo. Al volver la cabeza atrás, ve a un hombre al que confunde con el hortelano. Pero en ese momento, Jesucristo se da a conocer y le llama por su nombre. María corre a contarles la escena a los Apóstoles. En ese mismo día, Jesucristo se aparece a los dos discípulos de Emaús, y por la tarde, a los Apóstoles, entre los que no se encuentra Tomás. Jesucristo corrige la incredulidad de Tomás en una segunda aparición, ocho días más tarde. La tercera se produce junto al mar de Tiberíades. Allí le hace confesar a Pedro su amor hacia Él, le confirma su primacía sobre los Apóstoles y le anuncia su martirio. A continuación, les lleva a Betania y, mientras les bendice, asciende al cielo, desde el llamado monte de los Olivos: una nube le ocultó de sus discípulos. Toda la vida de Jesucristo está orientada a devolver a los hombres la amistad con Dios Padre, interrumpida por el pecado de Adán. Pero incluso la nueva Alianza será más plena porque, por medio de su Pasión, eleva a los hombres a la categoría de Hijos de Dios, inaugurando la nueva era de la Humanidad. Si el hombre fue uno por su origen en Adán, es también uno por su redención en Cristo. Por un hombre ha venido el pecado y la muerte; y también por un hombre ha venido la justicia y la vida. El primer hombre fue formado de la tierra y era alma viviente; éste fue el padre de la Humanidad caída, la cual pecó como él y fue condenada a la muerte. Pero el segundo hombre viene del cielo, es el Verbo de Dios hecho hombre, y que por su resurrección vino a ser espíritu vivificante; el segundo hombre, Cristo, es cabeza de la Iglesia y de toda la humanidad redimida: por Él "son vivificados" los hombres, que le pertenecen. Se trata de toda una nueva existencia cuya base es el Bautismo, posibilitado por la Encarnación del Verbo. De la ofensa inferida a Dios por Adán y Eva sólo podíamos ser rescatados por una reparación correspondiente, esto es, por el sacrificio del mismo Hijo de Dios, Jesucristo el nuevo Adán, que se ofrece al Padre, como víctima pura y santa.

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